miércoles, 11 de febrero de 2009

pum

Las tardes de lluvia me hacen pensar en cosas como el amor, la comida, caminar con mi paraguas hermoso por zona sur, fumar mirando por ventanas de bares, tomar cafés en tazas enormes, usar poleras negras, desear un flequillo con corte carré, una expresión bucólica en mi cara alargada, deslizarme lánguida por veredas finitas, abandonarme a una marcha autómata acertando todos los charcos, dejarme atropellar por algún auto de esos que vienen hacia mí, lanzarme a las ruedas dramáticamente para después caer como una pluma grácil sobre el paso cebra y salpicar dulcemente las rayas blancas con delicadas gotas de sangre color vino tinto.
Las tardes de lluvia así como estas que digo me hacen tener urgencia de biromes y papeles, logran que extrañe las libretas olvidadas y me llevan a meterme desesperada a confiterías cualquieras para pedirle a mozos altos, elegantes y con bigotes que me presten sus lapiceras, que me dejen agarrar una servilleta. Es algo que me puede pasar, lo de estar escribiendo en una barra sin consumir nada y que mis ideas de golpe vayan más rápido que los trazos. Tiene verosímil la angustia de que se acabe la superficie, la incomodidad por la transparencia, poco amable, que no deja dar la vuelta y yo, achicando la letra, puede pasar.
No quiero que me pise ese auto bordó que viene derecho, no tengo ganas de ser atropellada hoy. El monumento a Roca sería un excelente lugar, valga decirlo, y las ruedas avanzan decididas. Yo en la esquina. Mi paraguas roto ahora es hermoso de otro modo. Queda desmayado a metros de mi mano, floja, apoyada en el asfalto, como todo mi cuerpo ahí desparramado justo a centímetros de Perú, donde se hace peatonal.

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