Habrá sido la divina tarde de sol, la caminata amena por antiguos barrios en los que ya juego de visitante y seguro que también influyó mucho el momento que pasé sentada en un jardín-oasis en el que había un colibrí que parecía insertado digitalmente pero no, estaba realmente ahí. Calculo que fue la suma de esas cosas, más el café con leche que tomé más tarde en un bar todo de madera, sentada al lado de la ventana, mientras veía caer las primeras gotas de lluvia.
Por todas esas cosas fue que terminé de creer que sí, que yo llevo adelante la trama de una película indie, así que con mi mejor cara de Ana Pascal me metí al subte. Martes, hora pico. La música incidental se puso más intensa, la cola para sacar el elemento antes conocido como “ficha” era larga pero yo, como les suele pasar a los protagonistas de las historias que ven los otros, no escuchaba el soundtrack fatalista. Y entré en la pesadilla.
No fue tan grave el primer tramo. Y ahora, ya en casa bebiendo mi jameson en vasito pequeño, puedo llegar a darme cuenta de que el hecho de haber ido sentada leyendo una hermosa novelita de Carson Mccullers fue determinante para que tomara la pésima decisión que terminé tomando y torció mi ideal en celuloide a una cinta clase b, casi gore.
No seguí hasta la terminal donde suelo combinar con un colectivo, como hago cuando estoy apurada o en casos extremos. No. Me creí que realmente todo iba a seguir en el mismo plan de encantadora tarde y combiné con línea c para ir hasta san juan, porque me pude ver a mí misma quince minutos a futuro caminando al ritmo de la llovizna por humberto primo y me pareció genial, muy cinematográfico, ideal para una chica como yo.
Pero no. Ahí estaba yo, después de esos quince minutos, aún atorada en una escalera que lleva a la gente entre subtes, tratando de sacarme el ponchito negro, enajenada y disociada; muerta de calor. Movida por el espanto que provoca la velocidad con la que suceden las cosas, la realidad me puso una piña: yo era más parecida a una de las víctimas de freddy kruger que a cualquiera de las heroínas indies que pretendo ser.
Corte directo a interior de vagón. Después de que pasaran dos formaciones en las que la gente se metió a presión y que Danixa dejó pasar por una absoluta falta de bravura urbana que la petrificó ahí en la franja pintada de amarillo en el suelo, encontramos a nuestra heroína haciendo fuerza con un brazo para que los que ahora se siguen metiendo a presión no la revienten contra el vidrio de la puerta que da a las vías (que-por-dios-no-se-debería-abrir) y la dejen igual que uno de esos bichos que se estrellan contra los radiadores de los autos, autos como los que ella, la chica que se cree indie, no tiene y por eso está ahí, sudando en una lata que va a toda velocidad, teniendo contacto físico con centenares de extraños.
*Mi temor más grande durante toda la experiencia: Que de tanto ser empujada se me revienten las dos bolsas llenas de cremas caras recientemente compradas, a las que abrazo y protejo como una leona cuidando a su cachorro recién nacido.
*El colmo de mi ridiculez durante toda la experiencia: Mientras un chico con aliento a choripan me sonríe galante a un milímetro de mi cara y un tipo de barba con olor a paco rabanne se apachurra contra mis muslos, tengo tiempo de pensar una frase compleja y rebuscada como “esta es una situación urbana extrema que debería poder manejar, si no lo logro soy muy débil o debería irme ya mismo a vivir al campo”.
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