El colectivo me lleva hasta él, que es el amor más limpio. No tuve tiempo de terminar de pintarme las uñas y, sentada en el primer asiento de dos, trato de lograr un rojo perfecto, sin manchas ni grumos, que el esmalte no toque la cutícula, que el color no se pase.
Entramos en una avenida empedrada.
A partir de ahora tengo sólo los semáforos. La mano derecha está casi terminada. Queda el pulgar. Pongo todo mi esfuerzo, tuerzo mi brazo de un modo irreal y paso el pincel. Mientras, intento no pegarle un codazo en plena cara a la señora de al lado, que me mira tan concentrada. Se corre una gota.
Me veo a mí misma con estas uñas de cajera de supermercado de descuentos increíbles y productos envasados en potes blancos, saludándolo a él. Saltada, manchada, descascarada. Corrijo el error con audacia, pero ya no queda margen. Dentro de tres semáforos, empieza la onda verde.
Respiro. Sacudo el frasco. Estoy lista.
Frena, hago el pulgar y el índice, arranca.
Vuelve a parar, termino el mayor y anular, voy muy bien.
Falta un segundo para el último stop, el colectivero pone cara de querer pasar en rojo.
Mi meñique desnudo y yo. Su pié y el acelerador.
Mi frasco rojo carmín, trémulo entre mis piernas.
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