viernes, 14 de septiembre de 2007

Llego al chino de a la vuelta cerca de las nueve y veinticinco de la noche.

La cajera que no habla español quiere irse, quisiera irse, pero acepta, laboriosa, que entre a hacer mis compras. Siento que tendría que apurarme, aunque nadie me lo haga notar, así que me apuro. Escaneo las góndolas en busca del Grant’s, pero un cenicerito chino, tan mono, me llama la atención. Me tiento, lo agarro, no olvido buscar mi whisky y, después, corte directo a *yo parada en la caja, en fila mansa, lista para el clink que me saque de ahí*. Yo con mis dos productos, uno en cada mano.
Adelante hay una chica que lleva galletitas de sésamo, leche descremada y Mendicrim light: paga con débito, tarda en firmar el recibo, demora un siglo en meter su desayuno del día siguiente en la bolsa que gentilmente le ofrece la cajera que no habla español y siento que nunca me va a tocar a mí, que estoy parada ahí, con el perramus rojo tan chic, delante de ese hombre gordo con bigote de policía.
Ese hombre gordo con bigote de policía me clava sus ojos de topo en la nuca, tengo que mirarlo y entonces siento el Capri-Capri de mi vida. Abraza una botella de whisky. Él y yo. En esa fila mansa, lista para el clink que nos puede sacar de ahí, entiendo más a ese hombre gordo con bigote de policía que a la chica que lleva galletitas de sésamo, paga con débito y tarda en firmar el recibo. Lo comprendo absolutamente, aunque esté chocha con mi cenicerito oriental que compré de improviso.

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