Casi 20 años después, un chico en una publicidad estúpida de la tele, de esas con gente-que-no-tiene-onda (porque ahora tiene onda no tener onda), me hace acordar a Willy. No había pensado en Willy desde 1989. Fue como encontrarme con un viejo amigo en la calle. Una alegría y qué es de tu vida. Y se me viene una avalancha de The Clash, el recital de Amnesty, tanta ropa negra, las paredes de mi cuarto todas escritas. Quería ser pintora. Mi amigo C., su casa concheta y sus dedos amarillos de nicotina; el cabezón, su posmodernismo, el llavero gigante con forma de fémur y matando jipis en las vías; la enana, The Smiths y las fiestas nómades.
Lo considero un hito en mi adolescencia: el chico lindo al que siempre le dije que no. Me costó, la verdad, y terminé años más tarde enamorada de un salame a cuerda que era igualito a Willy. Me quedé con la duda de saber a qué sabe Willy, sí. Lo pienso bien, hago un balance, debe y haber. Me alegro de no haber besado a Willy nunca-nunca. Estoy absolutamente segura de que él se acuerda de mí. Pero segura.
Fin.
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