miércoles, 11 de octubre de 2006

Sergio Denis

Al pie del cedro azul estaba su lugar. Uno de los pocos bancos de la plaza, si no el único, que siempre permanecía vacío. Sabía que, salvo para ella, la continua lluvia de agujas resecas del árbol desmentía su manifiesta hospitalidad. Con suavidad apartó un puñado y se sentó a esperar. Colocó el grueso sobre y la cartera sobre su falda y no pudo evitar notar, con un dejo de coquetería, el levísimo contraste entre el manila tostado del papel y sus rosadas rodillas desnudas.
Ya esperando, descubrió que no le agradaba estar ahí. Por primera vez se reprochó haber elegido esa plaza para el encuentro. Los hechos la habían tomado por sorpresa y ese fue el primer lugar que vino a su cabeza cuando acordaron verse.
Era un lugar tan bueno como cualquier otro, se dijo. Tenía la ventaja de ser conocido y, desde su ubicación, disfrutaba de una amplia vista de los accesos. Pero, también, ese era su banco de siempre y temió atar el recuerdo de un sitio tan personal al desenlace de aquel encuentro. Le bastó un vistazo al reloj, al otro lado de la avenida, para saber que había llegado bastante antes de lo planeado. Solía anticiparse a las citas, le gustaba sentir que los acontecimientos venían a ella y no al contrario. Naturalmente era conciente de lo absurdo de la idea, pero aún así la reconfortaba.
Sentada frente a ella, ligeramente a su derecha, una mujer muy joven estaba jugando con su bebé... Hacía esa clase de monerías y gestos que le costaba imaginar en sí misma y suponía asociados al hechizo autista de la maternidad. Intercambiaron sonrisas cuando la madre se supo observada y, rápidamente, prosiguió con su recorrida visual. Banco de por medio, y más a la derecha aún, dos viejos macilentos se ofertaban al sol. Charlaban y gesticulaban sin mirarse. Notó que eso era muy propio de algunos ancianos, como si el otro fuera sólo la excusa que permitía escucharse a sí mismo sin el fantasma de la demencia sobre su humanidad.
No le caían bien los viejos. Les temía. No podía evitar imaginar en ellos cierto rencor hacia su juventud y belleza. La culpa que le causaba ese sentimiento hacía que disimulara con real esmero cada vez que lo sentía aflorar. Particularmente en su trabajo, ese afán se disfrazaba de espontánea jovialidad y en varias oportunidades la había llevado a descubrirse, casi siempre con asco, entre las manos de alguno.
Buscando refugio de sus recuerdos, sus ojos regresaron una vez más a la madre con su bebé y la asaltó una certeza que supuso atroz. “Esos dos viejos alguna vez fueron el bebé de alguien”, pensó. Sacudió levemente la cabeza, espantando la catarata de imágenes que ofendía su mente, y se dispuso a seguir esperando.

***
Campera de jean, camisa de jean y pantalón de jean. En los pies mocasines náuticos, sin medias, y carterita de cuero colgada del hombro. Se miró al espejo y, como si lo filmara una cámara de película ochentosa, se guiñó un ojo a sí mismo. Se sintió realmente moderno, “canchero y jovial”, determinó satisfecho. Se encaminó a la puerta silbando bajito y cuando agarraba el picaporte se dio cuenta casi con horror: La cumparsita no era lo más apropiado para esa tarde. Buscó otra cosa en su memoria y antes de dar la segunda vuelta de llave, siseó algo parecido a la melodía de un tema que había escuchado en la radio esa mañana. Mucho mejor.
Todavía estaba en la escalera cuando sospechó que no tenía encima la billetera, pero palpó sus bolsillos y descubrió que sí, que ahí estaba, así que eludió a la portera del edificio, evitando una de esas charlas amables y sin sentido, y salió a la calle triunfal. Respiró hondo, cantó un pájaro, pasó un perro que no llegó a decir “guau” aunque hubiera querido y él se dio cuenta de que lo mejor era caminar. Sí, porque la tarde estaba linda y, también, porque le parecía que si llegaba muy pronto ella podía creer que tenía cierta desesperación. Él era un tipo grande, seguro de sí mismo, el galán maduro que todas deseaban tener entre sus brazos. Sí, así era la cosa, se convenció.
Pasó frente a una vidriera y reconfirmó de refilón, en el reflejo, que sus canas a lo Sergio Denis le daban un toque interesante. Testeó llegando a la esquina el efecto de sus ojitos claros cuando miró profundo, a lo Gabriel Corrado, a la chica del kiosco. “Particulares”, le dijo modulando correctamente, y ella le entregó el paquete de cigarrillos junto a una enorme sonrisa. “Dame también un bombón de esos… ¿Te gustan esos bombones? Si un muchacho te regalara uno, ¿te parecería… copado?”, preguntó. Ella dijo que sí, que eran ricos y entonces él compró dos: uno se lo guardó en el bolsillo y el otro se lo dejó a la kiosquera. Llegó a la avenida sintiéndose muy bien.
Vio la plaza a lo lejos, chequeó la hora y estimó que si caminaba las tres cuadras que faltaban a ritmo ameno, llegaba puntual, clavado, como un inglés. Se metió en el primer bar y decidió demorarse lo que dure un cafecito. “Un cortado”, le pidió al mozo y, sin sacarse la campera de jean, prendió el segundo cigarrillo. Se dispuso a esperar.

***
Estaba tentada de mirar una vez más la foto. Nada nuevo, claro. Había estudiado todo, no era una amateur, pero le divertía entregarse al riesgo de lo inoportuno. ¿Qué otra cosa, sino eso, era tener ese sobre en sus rodillas justo ahora? Bueno… quizás también tenía que ver con subestimar un poco al otro.
“Un laburo fácil”, le había dicho la voz de siempre al otro lado del teléfono. “Un boludo que se metió con la hija del tipo equivocado. Y papá… nos llamó a nosotros. Ahí te dejé, donde ya sabes, los datos del galán en un sobre. Ah, el tipo quiere que la hagas un poco larga, vos sabes… por la pendeja, más que nada. No vaya a ser que se le de por sumar dos más dos”.
Sergio Denis. Así lo bautizó la primera vez que vio su foto. No recordaba cuándo había adquirido el hábito de referenciar a sus blancos con personajes populares. Algunos colegas usaban un número, otros un rasgo o un apodo. “Yo soy una cholula”, pensó mientras se encogía de hombros. “Además, éste estaba cantado”, se dijo sin percatarse de la humorada.
Repasó, de memoria, algunos datos. Profesor de literatura en un colegio secundario, 52 años, divorciado hace diez y con dos hijas que no visita nunca. “Y justo por visitar a la hija de otro… te ensartaste. El destino es un sarcástico”, canturreó. Junto con la foto, venía lo básico: dirección, teléfono, relaciones, rutina.
Había sido muy fácil, tanto que la sorprendió. Bastó con tomar el subte un par de veces en la misma estación que él. El libro adecuado en la mano (Paulo Cohelo había resultado perfecto) y el discman con, no pudo resistirse, Sergio Denis al volumen idóneo. El resto, en honor a la verdad, lo había hecho todo él solito.

***
Ya habían pasado 15 minutos y el café seguía intacto, enfriándose en el pocillo. El cenicero se iba llenando de colillas blancas, meticulosamente apagadas y ordenadas en fila, y la ceniza de los cigarrillos estaba apilada en el rincón derecho, justo atrás de los restos de tabaco. La ventana era como una pantalla de cine y él decidió ser espectador por un rato.
Pasó caminando una señora vestida con un batón y acarreando un changuito de las compras aún vacío. Aproximadamente 60 años, pensó, y también supuso que iba al mercado para procurar el almuerzo de un marido gris y algunos hijos adolescentes, seguramente mal educados. Como un insert, en blanco y negro, pudo verla en su cocina mugrienta y hasta fue capaz de sentir el olor del guiso de lentejas y carne barata. Con ella no quería. No había gracia en quitarle algo a quien no tenía nada.
Otra vez la calle, en colores, se ofrecía como escenario y siguió mirando. Ella tenía 13 como mucho y le faltaban al menos dos para que él pudiera hacer lo suyo. Un cigarrillo y un chupetín compartían la misma mano y esas trenzas largas no lo terminaban de provocar. Se incomodó un poco y estuvo seguro: sí, en tres veranos como máximo, él podría encontrarla en una esquina, hablarle dulce y bajito, mostrarse inofensivo, casi idiota, y después decidir si iba a ser sólo sexo o… lo otro.
Antes era sólo sexo. Ahora ya no. A veces, cada vez más seguido, venía también lo otro. Y él lo sabía en cuánto las veía. Siempre había sido sólo sexo y nada más. Después de engatusarlas, seducirlas y convencerlas, venía el sexo. Y él se sentía un vampiro, rejuvenecido, fortalecido con la energía de todas ellas. Sus olores perduraban durante días en sus dedos y a él le daba pena lavarse las manos.
Violeta fue la primera que lo miró con desprecio. Violeta era rubia, y en aquel momento tenía 25 años. Entonces, cuando vio la frialdad de sus ojos azules, la mueca de asco en su boca rosada… lo supo. Todas se parecían a ella, todas habían sido ella y las que vinieran… iban a ser ella. Y apretó con fuerza.
Quizás por eso no pudo seguir casado, porque su mujer había sido alguna vez como Violeta. A las hijas las dejó de ver con el esfuerzo de su último instinto paternal. Pronto serían como Violeta y él no podía garantizar que no les haría nada. Así que desapareció entre la gente, se dejó llevar por la vida y no volvió más. Y Violeta, Violeta aún estaba en el fondo del río.
Hoy por hoy no podría asegurar tampoco que si se cruzaba con alguna de sus hijas sería capaz de reconocerlas. Cada chica que veía era Violeta. A veces lograba contenerse y, entonces, volvía a ser sólo sexo, como con la de la semana pasada, que llorando asustada le había jurado que se iba a vengar, que no sabía con quién se había metido, aseguró antes de correr bien lejos. Son cosas que se dicen, pensó, y decidió no seguirla. Ese día estaba cansado y la dejó ir.
Después de que la chica desapareciera de su vista quiso volver a su casa, para darse una ducha caliente y mirar por la ventana. Se tomó el subte arrepentido, dudoso… Quizás no debería haberla liberado. Entonces decidió recomenzar todo otra vez, mejor, con alguna otra que sea más… dócil.
Un escalofrío le recorrió la espalda y desexorcizó los fantasmas con una sonrisa amplia. “Cálido, un poco tonto pero inofensivo… Justo lo que la chica del subte estaba buscando”, pensó y se tomó el café de un trago. Estaba frío. Parecía como si ella hubiera estado esperando que él le hablara. Y era rubia, como Violeta. Sonrió. Nunca había sido tan fácil conseguir un sí. Espió su carterita de cuero setentosa, adentro estaba la cuerda con la que apretaría su delicado cuello largo y el libro de Paulo Cohelo que había comprado para saber qué frases podían llegar a interesarle. El bombón que pensaba regalarle antes de llevarla hasta un lugar apartado, seguía en el bolsillo del pantalón de jean.
La película allá afuera lo reclamaba, así que dejó el peso con cincuenta sobre la mesa, se acomodó el pelo que le caía sobre la cara afable y caminó hacia la plaza a encontrarse con su próxima víctima. “Hola pichona”, planeaba decirle al llegar.


Nota al pie:
El juego de los juegos fue una idea mía, muy sin reglas (que comenzó con otro cuento que aún está en proceso), y entre idas y vueltas de mails Daroxiano propuso que cada uno creara un personaje y lo dejara en las puertas de un suceso, para que se vaya modificando con lo que el otro escribiera. Y pintó Sergio Denis. Otro gran juego podría ser que alguien adivine quién escribió qué personaje… Pero me temo que sólo Daroxiano sería capaz de tremenda hazaña.

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