Te odio tanto. Tu aspecto inmundo, bizarro, caricaturesco. Me repugnás a un punto tal, que sólo con nombrarte siento ganas de vomitar. Expondría con liviana alegría mi almuerzo completo sobre tu cara espantosa. Imbécil.
Sos un ser tan odiable (no odioso) que anhelo arrancarte los brazos y ver con parsimonia cómo se destrozan tus tendones y se estiran como un chicle viejo para finalmente cortarse, con el esfuerzo de mi fuerza. Das asco.
Cuando sólo seas un rectángulo de carne, mis bonitas botas van a aplastar tu cabeza sin llegar a mancharse con tu líquido cerebral, que se va a escurrir por el asfalto caliente y primaveral de alguna simpática callecita de San Telmo. En serio.
Después, sólo por gusto, voy a patearte los riñones hasta estar muy cansada y para terminar, voy a coronar el acto serruchando tu cuello fofo con la coqueta Vitorinox que me regaló mi padre el último día del niño. Amén.
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