Cada día, para ir al trabajo, me bajo una parada antes de la terminal del 65. Misteriosamente, esto siempre les resultó a los colectiveros un motivo de charla (conmigo): "¿Te dejo acá en la esquina?" lo transforman rápido en "¿Trabajás en el diario?" que los lleva inevitablemente a un "¿cómo te llamas?".
A la vuelta, uno que es mi "tocayo", no me cobró el boleto, a cambio de una charla durante el viaje. Y de pronto me vi encarnando el papel del que se para atrás del sillón de tiras y conversa con el que maneja, rompiendo esa ley que reza "No charle con el conductor" y que gustosamente hubiera acatado. Yo, que odio a los extraños, parloteando con un extraño durante 15 minutos. Yo, que sonrío poco, con la sonrisa congelada en la cara. Diálogo externo: trivial y ameno; diálogo interno: angustiante y bizarro.
Me suelen recibir con "Hay que decirle a San Pedro que apague la estufa" y todo tipo de frases ridículamente amistosas cuando pido mi boleto de 75. Como mi horario va cambiando cada día, no me tomo siempre el mismo colectivo y tuve la chance de comprobar que, la mayoría de los conductores del transporte verde con rosas a los costados, suelen encontrarme "amistosa", ponele, por adjetivarlo de alguna manera.
Yo no soy amistosa: me suelo subir al bondi con cara de pocas pulgas. Generalmente voy despeinada, malhumorada y con un cigarro, apagado a la mitad, colgando de mi boca a lo preso. Pero no se desaniman y vuelven al ataque con sus "¿salís muy tarde?" y demás.
Ellos gustan de mí, "tal como soy": Me niego rotundamente a que los colectiveros de la línea 65 sean mi Mark Darcy. ME NIEGO, ¡¿ME OYERON?!
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